Hoy Soy Reynaldo Dagsa


Fijaos durante unos segundos en esta instantánea que ha recorrido el planeta en los últimos días. Es la fotografía de mi asesinato. Una inesperada sentencia de muerte en la que, de forma macabra, me convertí a la vez en víctima y testigo.
Nada produce más escalofrío que meditar sobre lo acontecido. En el mismo instante en que yo disparaba la cámara para inmortalizar a mi familia, un desconocido hacía exactamente lo mismo: disparar. Pero en vez de apretar un botón, accionaba un gatillo.
Curiosa metáfora: un mismo verbo -disparar- para dos acciones que llevan a resultados diametralmente opuestos. Con mi acción buscaba la felicidad, a través del recuerdo. Con su acción, este matarife a sueldo buscaba la desgracia, a través del recuerdo. Porque los míos, esas tres mujeres que sonríen desde la ignorancia, no olvidarán jamás lo que ocurrió esta nochevieja. Y me recordarán, probablemente, con una sonrisa mientras les animaba a que hicieran exactamente lo mismo, sonreír.
Allí, al fondo de la imagen, apoyado sobre un vehículo, está Arnel Buenaflor, mi asesino. Las dos manos empuñando el arma, apuntando a mi corazón. Sabiendo que dentro de poco estaré muerto y actuando con una frialdad que deja los pelos de punta. Si en vez de una foto hubiera sido un vídeo, habría comprobado, sin error a equivocarme, cómo a mi verdugo no le temblaba la mano en el momento de apretar el gatillo.
Dicen que en el mismo instante de la muerte, pasa por delante tuyo una breve pero exacta película de tu vida. La mía se quedó en el carrete de la cámara porque un impresentable quiso poner fin a mi vida en un país, Filipinas, demasiado acostumbrado a la violencia extrema.
Esta foto se merece ya, por derecho propio, el premio a la mejor instantánea del año. Aunque, paradojas de la vida, en caso de ganarlo no podré recoger el galardón al mejor disparo porque otro disparo me arrebató la vida.

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